Lo que viene a continuacion es una transcripcion del prologo de la propia Connie Willis a uno de sus libros. Lo siento si estoy fusilando lo que ha escrito, pero segun lo iba leyendo me estaba gustando cada vez mas lo que escribe en este prologo y me gustaria compartirlo con los amigos de Agujero. Se parece demasiado a mis propios gustos, y me da una envidia sana que ella haya sido capaz de acabar escribiendo esos libros tan estupendos. Aqui va:
AQUÍ ESTAN ALGUNAS DE MIS COSAS FAVORITAS
En realidad, no tiene demasiado sentido que los autores hablen sobre su propia obra. Se dedican a soltar tonterías como: «Posiblemente mi genio sea más evidente en mi deslumbrante cuento “La hipotenusa espantosa”». O se ponen insoportablemente sentimentales: «Mi gata Ootsywootums me ha dado mis mejores ideas, ¿no es así, cusitalindísima?».
O nos cuentan cosas que NO QUEREMOS saber sobre cómo y en qué circunstancias tuvieron la idea para la narración: «A altas horas de una noche de enero, sufriendo una intoxicación alimentaria, me encontré en el frío suelo del baño pensando…».
Todo lo cual me ha hecho decidir que a los autores sólo se les debería permitir hablar de los libros de los demás, no de los suyos propios. Rara vez son buenos jueces de su propia obra. Mark Twain creía que Tom Sawyer era su mejor novela. Se equivocaba. (Aunque la escena en la que Huck y Tom asisten a su propio funeral es muy buena).
Y el origen de la mayoría de las historias no resulta tampoco muy interesante. Yo he tenido ideas yendo a Correos, por leer mal un cartel o por ir detrás de una caravana que iba a diez por hora. O escuchando o, más bien, no escuchando sermones aburridos. No soy la única. No cabe duda de que «La carrera del gran sermón» de P. G. Wodehouse está inspirada en un sermón especialmente largo y aburrido, y quién sabe cuántas obras de la literatura deben a eso su origen. ¿La letra escarlata? ¿En busca del tiempo perdido? ¿Lolita?
En una ocasión incluso tuve una idea mientras veía Hospital General. Fue durante los gloriosos días de Luke y Laura, cuando todos creían que Luke estaba muerto. Celebraban su funeral en la discoteca (no pregunten), Luke se había colado por la parte de atrás y escuchaba su propio panegírico, y yo pensé: «Vaya, eso lo han copiado de Tom Sawyer». Luego: «Bien, si ellos pueden, yo también».
Pero nada de eso explica el verdadero origen de las historias (sospecho que radica en algún punto del lóbulo temporal, o quizá la amígdala) ni por qué una conversación oída de refilón, la visión de una bandada de gansos en la nieve o un titular resultan para el escritor hilarantes (esta mañana he leído un artículo sobre un director de instituto que impuso reglas para el baile de graduación; una de ellas era: «En todo momento los dos pies deben tocar el suelo»), inquietantes, irónicos u horribles (o todo a la vez), y dispara algo en su interior que le obliga a escribir una historia.
Y no indica nada sobre cómo la historia pasó de ser una idea a un Producto Terminado. (La idea de Hospital General/Tom Sawyer dio un súbito giro y se convirtió en una historia de fantasmas). De hecho, ustedes no quieren saberlo, de la misma forma que no quieren saber cómo Houdini escapaba del baúl cerrado. Como me dijo uno de mis alumnos en Clarion West después de que les explicase una técnica que había empleado en uno de mis cuentos: «Creía que eras una buena escritora, pero te limitas a usar trucos».
Así que no voy a contarles nada de eso. Y, definitivamente, no voy a hablar sobre mi carrera. Nadie en su sano juicio quiere oír eso. Lo que no nos deja muchos temas. Pero ahora ya estamos demasiado metidos en la introducción para echarnos atrás. Por tanto, ¿qué tal si les cuento algunas cosas que me resultan interesantes y/o adoro y que puede que hayan o no influido en las historias que van a leer? Cosas como:
LA CIENCIA FICCION (¡OBVIO!)
Cuando tenía trece años me topé con Consigue un traje espacial, viajarás de Robert A. Heinlein, y jamás me recuperé. Rápidamente leí todos los libros de Heinlein y luego todo lo que había en la biblioteca pública con una nave espacial y un átomo en el lomo, lo que, por suerte para mí, incluía una colección completa de La mejor ciencia ficción y fantasía del año, que me resultó todavía más asombrosa que Heinlein. Leí historias de Kit Reed, Theodore Sturgeon, Zenna Henderson y Fredric Brown, «Época dorada», «Flores para Algernon» y «La pradera» en un único volumen, cuentos de hadas e ingeniosos futuros de alta tecnología y pesadillas (políticas, sociales y literales), historias de amor agridulces y experimentos flipantes tanto con el estilo como con las ideas. Me dejaron entrever la increíble variedad de estilos, enfoques y técnicas de la ciencia ficción, desde el retorcimiento mental de «Quisiera llegar pronto» de Philip K. Dick, pasando por la desconsoladora «Luz de otros días» de Bob Shaw, la divertida «Bernie, el Fausto» de William Tenn y la inquietante «Rosa de la noche» de John Collier, hasta la aterradora «Lot» de Ward Moore.
Cualquier cosa y todo tenía su interés: ciencia, psicología, estrellas (tanto las astronómicas como las de Hollywood), fantasmas, robots, alienígenas, dodos, manuscritos iluminados, marcianos, tiovivos, la guerra nuclear, naves espaciales, pequeñas tiendas… Nada quedaba más allá de sus fronteras. Y como a mí también me interesaba todo —desde el aparcamiento del campus hasta los simios que se comunican por signos y los errores incorregibles—, me enamoré perdidamente del género. Un amor que perdura desde entonces.
TRES HOMBRES EN UNA BARCA
En la primera página de Consigue un traje espacial, viajarás, el padre de Kip lee el clásico Tres hombres en una barca de Jerome K. Jerome mientras Kip intenta hablar del viaje a la Luna. Su padre le dice que la situación de Kip es similar a la de J. Harris y George cuando se dan cuenta de que han olvidado el abrelatas. (Se me escapa completamente por qué se lo dice. Los tres hombres casi le sacan un ojo a George al intentar abrir sin éxito la lata de piña). Bien, en cualquier caso, tan pronto como terminé de leer Consigue un traje espacial, viajarás, encontré un ejemplar de Tres hombres, lo leí y me uní al afortunado grupo de gente que se ríe en voz alta al oír hablar de grandes quesos apestosos, pequeños perros sarcásticos y cisnes asesinos. Mi escena preferida es cuando se pierden en el laberinto de Hampton Court… No, esperen, la de las canciones cómicas… No, esperen, cuando hacen las maletas… No, esperen…
La lectura me ofreció una primera aproximación a los autores humorísticos, de los que había —y hay— muy pocos (aunque hay muchos que se consideran, erróneamente, graciosos). Entre los verdaderamente graciosos que he encontrado y atesorado a lo largo de los años están P. G. Wodehouse (sobre todo me gustan sus historias de golf, seguidas de cerca por Bertie y Jeeves, la emperatriz de Blandings y distintos bulldogs), los libros de Mapp y Lucia de E. F. Benson, Calvin Trillin, El diario de Bridget Jones de Helen Fielding, Granja Cold Comfort de Stella Gibbons, Los caballeros las prefieren rubias de Anita Loos, Dorothy Parker y, por supuesto, Mark Twain. Y Shakespeare (ver el siguiente apartado). Todos ellos (excepto Dorothy) comparten un tremendo afecto por la humanidad y a todos les encanta hundir a los pomposos, a los pretenciosos, a los santurrones y a los estúpidos empecinados.
Uno de los aspectos que más me gusta de la ciencia ficción es que cuenta con muchos autores y con muchas historias divertidísimos: Ron Goulart, Fredric Brown, Howard Waldrop, «One Ordinary Day with Peanuts» de Shirley Jackson, «Los ordenadores no discuten» de Gordon Dickson. Además me ha ofrecido un espacio para escribir las comedias románticas que me encantan. Probablemente «En el Rialto» fuese la que más disfruté, aunque «Ruido» la sigue, ya que me ofreció la oportunidad de escribir sobre Shakespeare, al que adoro incluso si no lo interpreta Joseph Fiennes. Lo que me lleva a:
SHAKESPEARE
Lo sé, lo sé, Shakespeare gusta a todos. Pero ¿cómo podría no gustar? Vamos que… Mercucio y Bottom y «Es el ruiseñor» y el bosque de Birnam y «¡Nuestra banda de hermanos!» y La ratonera y «¡Un caballo! ¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!» y Dogberry y «Bésame, Kate» y la pobre Cordelia. ¿Qué podría no encantarnos? Mi obra favorita es Noche de reyes, que logra ser hilarante y emotiva a un tiempo. (Recomiendo la versión de Imogen Stubbs y Ben Kingsley). Tom Stoppard tiene razón: Viola es la mejor heroína de la literatura.
También odio a Shakespeare. Se le da todo tan bien: personajes, tramas, diálogos, la comedia, la tragedia, el suspense, el romance, las réplicas ingeniosas, la ironía. Está claro que todas las hadas madrinas asistieron a su bautizo. (Evidentemente, la maldición del hada malvada fue más o menos: «Nadie creerá que un chico de Stratford-on-Avon pueda escribir algo así, y te volverán loco afirmando que tus obras fueron escritas por Christopher Marlowe, la reina Isabel o un comité»).
La mayoría de los autores se defienden con uno o dos talentos, o se limitan a contar la misma historia una y otra vez, como F. Scott Fitzgerald con Zelda, o sólo escriben un libro, como Margaret Mitchell o Harper Lee. Pero Shakespeare escribió un montón de cosas, todas geniales. Podía escribir vodevil, luchas a espada, escenas amorosas y filosofía. Sus personajes secundarios son geniales —Feste, Puck, Polonio y Falstaff— y sus mujeres son las mejores de la literatura: Beatriz, Porcia, Helena, lady Macbeth y Rosalinda. Su estructura narrativa es deslumbrante, sus escenas de muerte son inolvidables. Lear diciendo: «Tan cierto estoy de ser un hombre como de que esta dama es mi hija Cordelia» y «Nunca, nunca, nunca, nunca, nunca». Podía tomar exactamente la misma historia de amantes desventurados y contarla en clave de tragedia (Romeo y Julieta), luego en clave de farsa (la obra de Píramo y Tisbe en El sueño de una noche de verano), en clave de comedia romántica (Mucho ruido y pocas nueces) y en clave de tragicomedia (Cuento de invierno), y en cada ocasión transmitir algo nuevo y original. Y, por si eso no fuese suficiente, inventó toda la lengua inglesa. Es por completo injusto.
Incluso se le dan bien las comedias alocadas. Lo que nos lleva a:
COMEDIAS ALOCADAS
Soy adicta a todo tipo de películas, desde Una mente maravillosa pasando por Centauros del desierto y llegando hasta Los otros. Pero mi género favorito con diferencia es la comedia alocada. Me encantan las películas con diálogos ingeniosos de los años treinta y cuarenta: Sucedió una noche, Mi mujer favorita, Mamá a la fuerza y El milagro de Morgan Creek. Luna nueva es mi favorita. Cuando Cary Grant dice que «quizá Bruce deje que nos quedemos con él» es el momento más gracioso de cualquier comedia, aunque la llamada en La fiera de mi niña y la escena del club nocturno de El solterón y la menor no andan muy a la zaga.
Pero no soy una purista. También me gustan las nuevas: Mientras dormías y Notting Hill, French Kiss, Dos vidas contigo y Love, Actually. Incluso el remake de Sabrina me gusta más que la película original. (Lo sé, es una herejía). Y, claro está, me encantan Operación Whisky, Apartamento para tres y Cómo robar un millón.
Lo que me gusta (aparte del hecho que de vez en cuando son un reflejo de mi propia vida) es que logran ser ingeniosas y divertidas con una estructura muy rígida. Son como una especie de sonetos con final feliz, y me gustaría que rodasen más.
Como no es así, he tenido que escribir mis propias comedias alocadas y, por suerte, la ciencia ficción es el género perfecto para ello. Eso se debe a que son simultáneamente muy progresistas y muy conservadoras. (Y shakespearianas… él inventó el género con Beatriz y Benedicto en Mucho ruido y pocas nueces). La comedia alocada se desarrolla en un mundo muy moderno (giroplanos, citas por Internet, reuniones de junta, colinas espaciales en L-5), hay muchos comentarios sociales, montones de consecuencias inesperadas y, en general, un aire de locura que parece ir bien con el futuro; pero en su núcleo hay una historia de amor de las de siempre. La primera historia que vendí (aparte de algunas narraciones confesionales y «The Secret of Santa Titicaca», una historia tan mala que ningún género la reclamaría como suya) fue una comedia alocada titulada, muy apropiadamente, «Capra Corn», y desde entonces he estado escribiendo comedias (y viviéndolas). Lo que nos lleva a:
MI EXTRAÑA VIDA
Se supone que los escritores tienen una vida emocionante, y yo la tengo: en las regiones salvajes de los suburbios. Me he sentado en gradas durante encuentros gimnásticos, he ido a reuniones de Tupperware, he preparado guisos para llevar a comidas celebrativas (a las que cada cual lleva un plato) y he cantado en coros de iglesia. En el coro de iglesia se da toda la gama de las experiencias humanas, incluso (aunque no sólo) los celos, la venganza, el horror, el orgullo, la incompetencia (en toda la historia de los coros de iglesia ningún tenor ha alcanzado la nota correcta y los bajos nunca han cantado siguiendo la misma partitura que los demás), la furia, la lujuria y la desesperación existencial.
He llevado gatos al veterinario, he visto cómo las amigas se teñían el pelo, he cambiado pañales y he vigilado en bailes de graduación. Todo eso me ha dado una ventaja clara para escribir sobre mundos extraños e inteligencias alienígenas. Y todo lo demás lo he sacado de:
AGATHA CHRISTIE
Todo lo que sé sobre tramas lo aprendí de la dama Agatha. Es la mayor experta en el engaño, tendiendo trampas de todas las formas y colores, haciendo que te sientas como una idiota integral al no haber deducido quién era el asesino y, sobre todo, haciendo que la subestimes. La razón de la efectividad de El asesinato de Roger Ackroyd no es que ella plante brillantemente sus pistas a plena luz (que lo hace) o que juegue con nuestras suposiciones sobre las novelas de detectives (cosa que hace, y no sólo en ese libro), sino que nos hace creer que estamos leyendo un inofensivo misterio de caserón inglés, con señor rico, mayordomo siniestro, ama de llaves metomentodo y detective excéntrico. En otras palabras, subestimamos el libro de la misma forma que los personajes subestiman al quisquilloso Hércules Poirot o a la dulce señorita Marple. O a la propia Agatha.
La conocí por la película Asesinato en el Orient Express, en la que me puse en evidencia diciendo a la mitad: «Vamos, por amor de Dios, ¡no pueden ser todos!». Luego corrí a la biblioteca a leer El misterio de la guía de ferrocarriles, Muerte en el Nilo, Después del funeral, El caso de los anónimos, El tren de las 4. 50 y, la que vuelve locos a todos, El asesinato de Roger Ackroyd. Los críticos, autores y lectores declararon que había hecho trampas (no es cierto) y que había roto todas las reglas del misterio civilizado (lo que sí que es cierto). S. S. Van Dine quedó tan indignado que escribió una lista de reglas para novelas de misterio, dos de las cuales eran: «No habrá romances» y «sólo una persona habrá cometido el asesinato». Me imagino a Agatha pegando la lista de reglas a su mesa para romperlas todas, una tras otra.
Y sin embargo, a pesar de esa pequeña anécdota, a pesar de recibir un título nobiliario, escribir la obra con más años en cartel de la historia del teatro, llegar a la lista de los más vendidos después de muerta (dos veces) y tener su propio misterio personal (desapareció sin dejar rastro y reapareció dos semanas después en un hotel de Harrogate), que jamás se ha resuelto, siguen subestimándola.
Un buen truco y uno, como todos sus trucos, que debería emularse siempre que sea posible.
Nota: también me encantan los misterios de lord Peter Wimsey de Dorothy Sayers, especialmente Los nueve sastres, y los libros de Harriet Vane: Strong Poison, Have His Carease, Gaudy Night y Busman’s Honeymoon (que deben leerse por ese orden). Pero el caso de Dorothy es muy diferente al de Agatha. Sus tramas de misterio son vanas, cargadas de horarios de trenes, circuncisiones y tortillas, pero eso se debe a que no le interesaban más de lo que a Agatha le interesaban los personajes. Lo que le interesaba a Dorothy era escribir comedias de costumbres y relatar una de las grandes historias de amor de la literatura.
En una ocasión, visitando Oxford en grupo, iba rodeada de turistas aburridos y nada impresionados. Bostezaron ante el patio de Balliol, los retratos de T. E. Lawrence y Churchill y la pizarra en la que Einstein escribió su E=mc². A continuación el guía dijo: «Y éste es el Puente de los Suspiros donde lord Peter se declaró (en latín) a Harriet». De repente todos volvieron a la vida y se pusieron a sacar fotos. Ese es el poder de los libros.
Y finalmente, mi mayor y más importante influencia ha sido:
LA BIBLIOTECA PÚBLICA
Nací en el seno de una familia en la que nadie leía y que no poseía muchos libros. Mi madre tenía una edición cinematográfica de Lo que el viento se llevó, mi abuela estaba suscrita a Redbook y a The Saturday Evening Post, y la niña que vivía enfrente tenía un ejemplar de La princesita, y eso era básicamente todo. Por tanto, prácticamente todo lo que leía salía de la biblioteca pública, y allí pasaba tanto tiempo como podía.
Fue allí donde descubrí la ciencia ficción, a Ana de las tejas verdes, a Lenora Mattingly Weber y el London de H. V. Morton. Fue allí donde leí por primera vez sobre la brigada de incendios de San Pablo durante la Segunda Guerra Mundial, durmiendo en la cripta de la catedral durante el día y apagando bombas incendiarias en el tejado durante la noche. El libro del día del juicio final lo escribí en la biblioteca pública, y «Chance» y «Una carta de los Cleary», y allí realicé las investigaciones para Tránsito, «Brigada de incendios» e «Igual que aquellas que solíamos tener». En la biblioteca pública leí sobre el Hindenburg, Emily Dickinson y la maldición de Tutankamón.
Cuando tenía once años, decidí leer toda la biblioteca por orden alfabético, igual que Francie en Un árbol crece en Brooklyn. Haciéndolo descubrí A Death in the Family de James Agee, a Jane Austen y A Fine and Private Place de Peter Beagle, antes de toparme con la ciencia ficción. Y fue en la biblioteca donde encontré muchas cosas que no buscaba: libros sobre teoría del caos y crítica literaria, un artículo sobre olfateadores de cuerpos en el Blitz, otro sobre Aberfan en Gales, donde todos los niños habían muerto por una avalancha de carbón que había derribado la escuela, y artículos científicos sobre la paradoja EPR y el efecto de las partículas sobre el color de la estratosfera.
No podría haberme convertido en escritora —ni en ninguna otra cosa— sin la biblioteca pública, y aparece de una forma u otra en todas mis historias. Bastantes de esas historias forman parte de este libro. Espero que las disfruten.
CONNIE WILLIS