Es casi imposible que alguien no haya visto nunca alguna película sobre la campaña del Pacífico en la Segunda Guerra Mundial. Así que, es poco probable también que la palabra banzai resulte desconocida; quien más quien menos, todos sabemos que los soldados japoneses lo gritaban en batalla. En realidad, es la síntesis de una expresión más larga, como veremos. Aquí nos interesa porque, en cierto contexto, daba nombre a una acción desesperada que se llevaba a cabo cuando todo parecía perdido: la carga Banzai.
La expresión completa es ¡Tennōheika Banzai!, que se profería enfáticamente y puede traducirse como ¡Larga vida al emperador!. Sin embargo, dicha traducción es más bien una adaptación, ya que literalmente quiere decir Diez mil años, tal como reza su versión original, wànsuì. Si alguien habla japonés o chino se habrá dado cuenta de que wànsuì no es un término nipón. Surgió en la antigua China sin que se sepa exactamente cómo, aunque una leyenda lo explica con el característico tono fantástico. Siempre hay una leyenda.
Ese relato legendario dice que, milagrosamente, se lo dijo el Songshan (una montaña de la provincia de Henán que se consideraba sagrada, razón por la cual abundaban templos y monasterios budistas en su falda, entre ellos el famoso Shaolín) al emperador Wu de Han cuando éste lo visitó en el año 110 a.C. Desde entonces, quedó asociado al trono como forma de desear a su titular un largo reinado, aunque durante el período de las Cinco Dinastías y los Diez Reinos se extendió su uso a todos los miembros de la corte imperial; efímeramente, pues luego volvió a ser exclusiva del gobernante.
Ello no impidió que poderosos eunucos como Liu Jin o Wei Zhongxian idearan una osada alternativa que los acercaba sin llegar a igualarlos, evitando caer en desacato: emplear jiǔ qiān suì, que significa nueve mil años. La frase completa más frecuente era, repetida varias veces, «Wú huáng wànsuì, wànsuì, wànwànsuì» (Que mi Emperador [viva y gobierne por] diez mil años, diez mil años, diez mil [veces] diez mil años). Las emperatrices tenían que conformarse con sólo mil, salvo la poderosa Cixi, que gobernó entre 1861 y 1908 (en su etapa brotó la Rebelión de los Bóxer y el asedio a las embajadas occidentales) y se le concedió el wànsuì, como muestran algunas fotografías de la época.
De manera análoga al cien mil, que los cronistas españoles del siglo XVI y XVII usaban en sus escritos para referirse a un enorme número de enemigos o de habitantes, para los chinos el número diez mil tenía una connotación simbólica de infinito o inabarcable y, de hecho, el número cien mil se expresa como diez decenas de miles. Por eso la traducción que se suele hacer hoy en día es la mencionada de Larga vida. Incluso en el siglo XX se adoptaron versiones, tanto durante la Revolución como en la lucha contra los japoneses y en honor del Partido Comunista o de su líder; se abolió en 2018, aunque sigue en uso en Corea del Norte y Vietnam.
Y es que China ejerció una considerable influencia política y cultural sobre los países de su entorno durante siglos: pensamiento, escritura, religión… De ahí que la expresión traspasara fronteras y arraigara en ellos, como vemos. A Japón llegó en el siglo VIII d.C. o puede que antes, puesto que el Nihon Shoki (también conocido como Nihongi), el segundo libro más antiguo de la historia japonesa, contiene la reseña de un episodio del mandato de la emperatriz Kōgyoku en el que los campesinos le gritaron «¡Banzei!» en el 642 d.C.
Como se ve, al principio la palabra usada era banzei, ya que la e no pasó a ser una a hasta los tiempos de la Revolución Meiji. Fue en ese contexto cuando la constitución, promulgada en 1889, incorporó el banzai como forma ritual en su primer artículo y los estudiantes universitarios aclamaron al joven emperador al pasar en su carruaje, recuperándose así una tradición que había caído en desuso para los mandatarios, si bien se conservaba en otros ámbitos (los miembros del Jiyū Minken Undō o Jiyūtō, Movimiento por la Libertad y los Derechos del Pueblo que había apoyado la revolución, solían gritar «¡Jiyū banzai!», es decir, «¡Larga vida a la libertad!»).
Eso sí, la expresión banzai se vincula sobre todo con la Segunda Guerra Mundial, cuando los soldados del ejército japonés la exclamaban al realizar las cargas que llevaban a cabo cuando veían inminente la derrota. De hecho, algunos estudiosos del tema consideran que el grito formaba parte del gyokusai, término traducible como fragmentos de jade o, más libremente, diamante roto; se usaba metafóricamente para aludir a un acto de autodestrucción, a una muerte honorable. Un concepto también de origen chino, tal como refleja una cita del Libro de Qi del Norte (una historia oficial de la dinastía homónima terminada por Li Baiyao en el año 636 d.C.): Un verdadero hombre [preferiría] ser un diamante roto rota que avergonzarse de ser un azulejo intacto.
Ese texto aludía al acto de honor de cientos de adeptos del clan imperial, que murieron defendiéndolo ante sus enemigos. Japón desarrolló un ideal similar que oficializó el seppuku, la famosa ceremonia que en occidente es más conocida por el nombre de harakiri (nombre que, sin embargo, los nipones consideran vulgar). Formaba parte del Bushidō (Camino del guerrero), un código ético que seguían los samuráis y que, con unos retoques para actualizarlo, se recuperó tras la Revolución Meiji como vía para romper con el feudalismo.
El Bushidō se implantó en las fuerzas armadas imperiales y en la propia administración. El hecho de que algún personaje ilustre muriera heroicamente, siguiendo esos preceptos, le confirió la aureola romántica que necesitaba para su aceptación. Fue el caso de Saigō Takamori, político y militar que durante la Rebelión de Satsuma de 1877 falleció luchando con el enemigo a la desesperada (o por seppuku, no está del todo claro), mientras sus últimos compañeros se lanzaban espada en mano contra los fusileros enemigos para morir.
Algo similar hicieron los soldados que cargaron a la bayoneta contra las defensas de Port Arthur, pereciendo bajo las ametralladoras rusas. La costumbre ya se había asentado y aunque las bajas resultaban tremendas, en la Segunda Guerra Sino-Japonesa (1937-1945) aquellos ataques en oleadas dieron resultado gracias a que las armas chinas no eran automáticas. Eso creó una impresión un tanto engañosa, en el sentido de que se adoptaron como táctica. Recibieron el nombre de cargas Banzai, debido a que lo usual era gritar tres veces «¡Tennōheika Banzai!» levantando los brazos sobre la cabeza.
A continuación, antes que caer prisioneros o rendirse, corrían contra el enemigo mientras seguían exclamándolo -a menudo resumido en «¡Banzai!» solamente- con el objetivo de atemorizarlo. A esas alturas del combate, lo mismo se usaba como arma el fusil que la bayoneta, una katana o incluso una granada de mano para hacerla explotar en el último momento. Claro que no siempre fue así. Se trataba, al fin y al cabo, de una medida desesperada y por eso hubo que esperar a que pasara el ecuador de la Segunda Guerra Mundial para que se generalizasen.
Algunas cargas Banzai resultaron estremecedoras. Por ejemplo las dos que se hicieron el 17 de agosto de 1942 en el atolón Makin (actual Butaritari, Kiribati) contra los marines estadounidenses, que desembarcaron en una operación que formaba parte de la campaña de Guadalcanal, iniciada diez días antes: murieron centenar y medio de nipones, lo que significó el total de la guarnición. La de Tenaru (isla de Guadalcanal), cuatro jornadas más tarde, fue peor porque cayeron ochocientos, con el mismo resultado; su jefe, el coronel Kiyonao Ichiki, se hizo el seppuku.
Otro coronel, Yasuyo Yamasaki, dirigió a dos mil seiscientos soldados en una nueva carga Banzai durante la batalla de Attu (archipiélago de las Aleutianas), corriendo ladera abajo; lograron superar la línea defensiva y en el paroxismo mataron a los pacientes de un hospital, pero al final sólo quedaron veintinueve con vida. No obstante, la mayor carga Banzai, en la que participaron incluso civiles armados con lanzas de bambú porque la propaganda les había dicho que el enemigo los mataría de todos modos, tuvo lugar en otra latitud: en las islas Marianas, donde se disputó la batalla de Saipán.
El teniente general Yoshitsugu Saitō era consciente de que la caída de aquella posición proporcionaría a Estados Unidos una magnífica base para que sus bombarderos pudieran hacer raids sobre ciudades japonesas, así que estaba dispuesto a luchar hasta la muerte. Dicho y hecho, el 9 de julio, tras haber resistido hasta el límite y siendo ya inminente la derrota, Saitō se puso al frente de sus tropas, encabezando una carga. Aquellos cuatro mil trescientos hombres, algunos heridos que apenas tenían fuerzas para correr, fueron barridos por una cortina de fuego. Eso sí, un soldado hispano logró convencer a un millar de japoneses para rendirse.
Una de las batallas más duras de la campaña del Pacífico fue la de Iwo Jima. Esa pequeña isla del archipiélago Ogaswara disponía para su defensa de una red de túneles subterráneos que permitían a los japoneses abrir fuego y cambiar de posición con rapidez, dificultando la conquista del agreste terreno. El general Tadamichi Kuribayashi prohibió a sus soldados hacer cargas Banzai por considerarlas inútiles; prefería que fuera el enemigo el que tuviera que lanzarse al ataque contra sus bien resguardadas posiciones. Sólo al final, estando todo perdido, cargó al frente de los doscientos hombres que le quedaron tras ser machacados por la artillería, llegando a un cuerpo a cuerpo con los marines; todos los nipones murieron.
Por supuesto, hubo más cargas Banzai, a pesar de que se habían revelado como inútiles ante adversarios bien adiestrados y con armas automáticas. Sin embargo, el gobierno japonés insistió con ellas porque estaba dispuesto a todo con tal de evitar una invasión de su territorio; así lo expresó a finales de 1944 con la promulgación del ichioku gyokusai, cuyo significado es cien millones de fragmentos de jade, alusivos a los cien millones de habitantes que tenía el país. El número de bajas estadounidenses que causaría la puesta en práctica de esa resistencia popular fue uno de los argumentos que se esgrimieron para dar el visto bueno a los lanzamientos sobre Hiroshima y Nagasaki.
En ese contexto nacieron también los tokkōtai o Shinpū tokubetsu kōgeki tai (Unidad Especial de Ataque Shinpū), más conocidos en Occidente como kamikazes; como es sabido, eran los pilotos de las fuerzas aéreas imperiales que estrellaban sus aviones contra buques enemigos y que, al igual que sus homólogos terrestres, obtuvieron más repercusión mediática que efectos prácticos. La visión romántica dice que los kamikazes gritaban «¡Banzai!» antes de impactar contra su objetivo; es algo que no se ha podido demostrar por razones obvias, aunque entra dentro de lo posible.
La expresión ha logrado pervivir en el tiempo, en parte porque las tropas estadounidenses que ocuparon Japón lo popularizaron en Occidente. Pero hoy se usa como grito de victoria, equivalente a ¡hurra!, normalmente en un contexto menos violento, el deportivo. No obstante, sigue exclamándose a la vieja usanza (repitiendo tres veces ¡Tennōheika Banzai! mientras se alzan los brazos) en determinados momentos oficiales, tales como la entronización de un nuevo emperador o cuando se disuelve la Shūgiin (Cámara de Representantes ) de la Kokkai (Dieta Nacional o parlamento).
Fuente: La Brujula Verde